27 de marzo de 2014

IV Domingo de Cuaresma

… Y CRISTO SERÁ TU LUZ
Jesucristo “se hizo hombre para conducir al género humano, peregrino en tinieblas, al esplendor de la fe; y a los que nacieron esclavos del pecado, los hizo renacer por el bautismo, transformándolos en tus hijos adoptivos” (palabras del prefacio).

Hoy la liturgia centra nuestra reflexión en la luz que es Cristo y el momento fuerte es el Evangelio. 

Que uno que vio, vuelva a ver, es un milagro; pero que un ciego de nacimiento empiece a gozar de la luz, de las flores, de los rostros bellos de las personas con las que siempre habló y ver, sobre todo, los ojos de la que le dio a luz tantos años antes, es un milagro mucho más maravilloso.

Pues esto es lo que Jesucristo hace hoy con un muchacho.

Era valiente y defendió a Jesús ante todo el mundo.

Analicemos:

* El hecho:

Jesús, con saliva y tierra, hace un poco de lodo y lo pasa por los ojos del joven.

Le manda ir a la piscina de Siloé para lavarse. Lo hace y recupera la vista.

(Tengamos presente que oyó pero no vio a Jesús.)

* La gente:

Está tan admirada que le pregunta muchas veces qué pasó.

A quienes dudan si es él, el mismo ciego que pedía limosna, les explica: “soy yo”… “Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos y me dijo que fuese a Siloé y que me lavase. Entonces fui, me lavé y empecé a ver”.

* Los envidiosos fariseos:

Lo primero que hacen es constatar un hecho que les permitirá llamar pecador a Jesús:

La curación se hizo en sábado!!

Buscan cómo atacar a Jesús y humillar al ciego.

Le preguntan muchas veces y le piden explicaciones. Pretenden conseguir que el joven reniegue de Jesús de alguna manera.

Para asegurarse llaman a sus padres. Quieren conseguir que alguien reste importancia al milagro y reconozca que Jesús es un pecador.

* Los padres del ciego:

Son cobardes pero son “vivísimos”.

Temen a los fariseos y en el interrogatorio se limitan a contestar: “sabemos que éste es nuestro hijo y que nació ciego, pero cómo ve ahora, no lo sabemos nosotros, y quién le ha abierto los ojos, nosotros tampoco lo sabemos. Preguntádselo a él, que es mayor y puede explicarse”.

* Se aclara quién es quién:

El muchacho es vivo y se da cuenta de que los fariseos tienen envidia e incluso odian a Jesús.

Su actitud es hermosa y valiente:

“Si es un pecador no lo sé; sólo sé que yo era ciego y ahora veo… ¿también vosotros queréis haceros discípulos suyos? Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que es religioso y hace su voluntad… si éste no viniera de Dios no tendría ningún poder”.

Los fariseos furiosos lo insultan:

“Empecatado naciste de pies a cabeza ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros? Y lo expulsaron”, fuera de la sinagoga.

* Jesús es la luz del mundo:

Lo dice Juan al principio del Evangelio: “En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres”.

Lo afirma Jesús mismo: “Yo soy la luz del mundo… el que me sigue no anda en tinieblas”.

Lo demuestra también al dar luz a los ojos de este joven valiente que lo defendió.

Lo sabemos también por Pablo que quedó deslumbrado por Jesús a las puertas de Damasco.

Pablo, precisamente hoy, nos enseña a todos: 

“En otro tiempo eráis tinieblas”. Sí, todos éramos como el ciego de nacimiento pero, “ahora sois luz en el Señor”. 

Y enseguida Pablo nos invita a caminar: “Caminad como hijos de la luz”.

No quiere que sigamos en las tinieblas y por eso nos dice a todos:

“Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz”.

El Antiguo Testamento hoy nos habla de la elección del pastor David, como rey de Israel y el salmo responsorial nos repetirá: 

“El Señor es mi pastor, nada me falta.

Aunque camine por cañadas oscuras nada temo, porque tú vas conmigo”.

La luz de Cristo, buen Pastor, nos iluminará siempre si nos acercamos a Él.

El Evangelio termina con la revelación de Cristo al joven y con la adoración feliz que le hace caer de rodillas y adorarlo:

“¿Crees en el hijo del hombre? 

Él contestó: ¿Y quién es, Señor, para que crea en Él?

Jesús le dijo: lo estás viendo: el que está hablando contigo ése es. 

Él dijo: creo, Señor, y se postró ante Él”.

José Ignacio Alemany Grau, obispo

20 de marzo de 2014

III Domingo de Cuaresma, Ciclo A

DAME DE BEBER
No hay duda de que ha sido el mismo Dios quien nos ha metido en el alma una sed de infinito. Si somos sinceros hemos de reconocer que nada de este mundo nos sacia plenamente: 

Ni las fiestas que pasan pronto.

Ni los amigos, ni los familiares más íntimos nos llenan a plenitud porque, aunque sean muy fieles, al final se nos escapan hacia el otro mundo.

Dios nos ha metido sed de eternidad. Siempre queremos más.

Hoy la liturgia nos habla de esta sed, cuya manifestación más profunda la encontramos en los labios de Cristo agonizante en la cruz:

“¡Tengo sed!”

Nuestra sed es del agua necesaria para la salud física pero también es sed de eternidad.

El libro del Éxodo nos presenta “al pueblo torturado por la sed, murmurando contra Moisés: 
“¿Nos has hecho salir de Egipto para hacernos morir de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?”

Cuando la sed es tan grande, se olvidan plenamente de los prodigios de Dios, incluso el de haberlos liberado de la esclavitud de Egipto.

De todas formas Dios es comprensivo y manda a Moisés:

“Preséntate al pueblo, llevando contigo alguno de los ancianos de Israel; lleva también en tu mano el cayado con que tocaste el río (el mar Rojo) y vete, que yo estará allí sobre la peña, en Horeb; golpearás la peña y saldrá de ella agua para que beba el pueblo”.

Por otra parte tenemos muchos salmos que nos hablan de esta sed de infinito, sed de Dios, que todos cargamos en el corazón:

“Como busca la cierva corrientes de agua así mi alma te busca a ti, Dios mío; mi alma tiene sed de Dios” (42).

“Los humanos se nutren de lo sabroso de tu casa y les da a beber del torrente de tus delicias, porque en ti está la fuente viva, y tu luz nos hace ver la luz” (36).

“Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca agostada, sin agua” (63).

Evidentemente que para saciar nuestra sed tendremos que escuchar la voz de Dios, como nos pide el salmo 94, que es el responsorial de este día:

“Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: no endurezcáis vuestro corazón”.

Esta es la actitud que nos presenta el Evangelio.

En efecto, hoy el Evangelio es el capítulo cuatro de san Juan que nos recuerda a la famosa samaritana, prototipo de todo ser humano que tiene hambre y sed de Dios.

Admiremos la sabiduría de Jesús que es el primero que habla de agua física y con humildad pide: “¡Dame de beber!”.

En realidad Jesús se encarnó por esto: Porque tenía mucha sed de corazones. En fin de cuentas siempre valen las palabras de san Agustín: “Jesús tiene sed de que tú tengas sed de Él”.

Jesús, a la mujer sedienta, le ofrece un agua distinta de la que, cada día, ella busca en el pozo:

“El que bebe de esta agua vuelve a tener sed, pero el que bebe del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna”.

En ese momento la mujer le grita al Señor: 

“¡Señor, dame esa agua: así no tendré más sed ni tendré que venir aquí a sacarla!”.

Hasta aquí llega el diálogo del agua física.

Ahora Jesús, sabiamente, lleva a la mujer hacia el interior de su corazón, donde había una sequía más grande y le rebela el gran secreto que no se solía publicar:

El Mesías “soy yo, el que habla contigo”.

La mujer se olvida del cántaro y con él olvida también el agua que necesitaba.

Encontró un agua que sacia totalmente su corazón y fue a compartirla entre sus vecinos:

“Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho; ¿será éste el Mesías?”

La mujer sedienta ofrece agua abundante a los samaritanos que también saciarán su sed y podrán decir a la mujer:

“Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que Él es, de verdad, el salvador del mundo”.

El prefacio nos dirá, de Cristo que “al pedir agua la samaritana ya había infundido en ella la gracia de la fe y si quiso estar sediento de la sed de aquella mujer fue para encender en ella el fuego del amor divino”.

Seamos sinceros hoy y digámosle a Dios qué tipo de sed cargamos en nuestro corazón.

¿No será una sed profunda que no queremos proclamar debido a la vergüenza que cargamos?

Recuerda: tú tienes sed. Jesús tiene agua abundante que brotó de su corazón herido y te dice: “¡dame de beber!”

¿Por qué no vas a Él para saciarte? ¡Serás feliz!
José Ignacio Alemany Grau, obispo

13 de marzo de 2014

II Domingo de Cuaresma, Ciclo A

HIJO, SAL DEL CIELO Y VETE A LA TIERRA
“Teraj tomó a Abram, su hijo, a Lot, su nieto… salió con ellos de Ur de los caldeos para dirigirse a la tierra de Canaán. Llegaron a Jarán y se establecieron allí… Un buen día Dios dijo a Abram: “sal de tu tierra, de tu parentela y de la casa de tu padre hacia la tierra que te mostraré”. 

Desde ese momento Abram se pone en manos de la providencia y lleva consigo la bendición de Dios:

“Te bendeciré, haré famoso tu nombre y serás una bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan y en ti serán benditas todas las familias de la tierra”.

El texto añade escuetamente: “Abram marchó como le había pedido el Señor”.

Así nada más. No va a negociar. No huye. Se fía de Dios. 

Algunos comparan esta salida de Abram de su tierra con la salida del Verbo de su casa, el cielo.

Nos hace bien meditar que Jesús dejó de lado todos los privilegios de la divinidad y se echó en los brazos del Padre, en la terrible humillación de hacerse un pequeño de tantos y confiar en que el Padre, a pesar de llevarlo por un camino tan duro, le hará llegar al triunfo y a la resurrección.

Y nosotros, ¿cuántos apegos inútiles vamos llevando por este “tiempo” como si se tratara de que ya llegamos a la eternidad?

El prefacio, que centra la liturgia del día, nos dice que Jesús anuncia su muerte y después muestra a los discípulos su gloria transfigurándose en el Tabor. Así nos da la gran enseñanza: la pasión es el camino de la resurrección.

El salmo responsorial nos invita a imitar a Abraham, que se fio de Dios, y que pongamos nuestra confianza en Él.

De la misma manera que Jesús se fio plenamente de su Padre hasta morir en la cruz diciendo: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu”, que pongamos así también nuestra confianza en Dios: “nosotros aguardamos al Señor: Él es nuestro auxilio y escudo. Que tu misericordia venga sobre nosotros como lo esperamos de ti”.

San Pablo en la segunda carta a Timoteo nos enseña que también a nosotros nos llamó Dios para salir de nuestra vida de pecado.

No lo merecemos. Son los méritos de Jesús los que nos aseguran que, “por medio del Evangelio, podemos contar con la gracia divina. Esa gracia que se ha manifestado al aparecer nuestro Salvador, Jesucristo, que destruyó la muerte y sacó a la luz la vida inmortal.

El verso aleluyático nos prepara para la lectura del Evangelio resaltando este deseo tan importante del Padre Dios para con cada uno de nosotros: que escuchemos a Cristo porque “éste es mi Hijo, el amado”.

El Evangelio cuenta que, después que Pedro proclamó delante de los otros apóstoles “tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”, Jesús les hizo ver su propio camino de: “padecer, ser ejecutado y resucitar al tercer día”.

Esto debió enturbiar las esperanzas de los apóstoles y de manera especial las de Pedro, el espontáneo.

Éste reclamó a Jesús: “¡lejos de ti tal cosa! Eso no puede pasarte”.

Jesús le respondió: “Aléjate de mí satanás. Eres para mí piedra de tropiezo, porque tú piensas como los hombres, no piensas como Dios”.

Pero seis días después (nos cuenta el Evangelio de hoy) Jesús tomó consigo a los tres predilectos, Pedro, Santiago y Juan, y les hizo ver un reflejo de su divinidad.

A este momento lo llamamos transfiguración porque les hizo ver cómo, siendo el mismo, el hombre que veían a diario, tenía un aspecto sobrehumano.

Jesús se “transfiguró delante de ellos y su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz” (o como la nieve, que dicen otros manuscritos).

Como Moisés y Elías se encontraron con Dios en el Sinaí ahora aparece Jesús glorioso en otro monte, el Tabor, glorificado por los dos más grandes personajes del Antiguo Testamento: Moisés, que representa la ley y Elías que era el mayor de los profetas.

Ahora ambos personajes hablan con Jesús.

A los apóstoles y a nosotros nos queda hoy la voz del Padre que nos repite: “Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto”.

Y a continuación nos da un mandato escueto pero muy importante: “¡Escúchenlo!”.

Los apóstoles se echan a tierra y al momento se les acerca Jesús, sencillo como siempre, que les pide: “No cuenten esto…” hasta que se cumpla lo que les dije hace seis días.

Lecciones de hoy:

* ¡Qué grande es Jesús! Adoremos y démosle gracias.

* Mandato de Dios: escuchar a Jesús porque Él es, es Él en persona el “escucha Israel” del Nuevo Testamento.

* Meditemos porque Dios nos pide desprendimiento, como lo pidió a Abraham para llegar a nuestro destino.
José Ignacio Alemany Grau, obispo

6 de marzo de 2014

I Domingo de Cuaresma, Ciclo A

NO NOS DEJES CAER EN LA TENTACIÓN
“Dios no se revela mediante el poder y la riqueza del mundo, sino mediante la debilidad y la pobreza: “siendo rico se hizo pobre por nosotros…”. A imitación de nuestro Maestro los cristianos estamos llamados a mirar las miserias de los hermanos, a tocarlas, a hacernos cargo de ellas y realizar obras concretas a fin de aliviarlas…

En los pobres y en los últimos vemos el rostro de Cristo. Amando y ayudando a los pobres amamos y servimos a Cristo”.

Según la Tradición hay tres signos penitenciales que la Iglesia nos propone todos los años, de una manera especial, para el tiempo de cuaresma:

La oración, el ayuno y la limosna.

El Papa Francisco, en su mensaje cuaresmal, y precisamente con la cita que utilicé al principio de la reflexión, nos habla de la oración, el ayuno y la misericordia.

Esta tercera palabra le sirve al Papa para concretar los tipos de limosna que podemos hacer tanto material como espiritual. Les invito a tenerlo presente de una manera especial en estos días de penitencia, que eso es la cuaresma, para prepararnos a la gran fiesta pascual recordando la muerte y resurrección de Cristo.

Hoy la liturgia nos centra en este ambiente penitencial y en el prefacio propio del día nos advierte:

* “Jesús, al abstenerse durante cuarenta días de tomar alimento, inició la práctica de nuestra penitencia cuaresmal”.

* “Al rechazar las tentaciones del enemigo (como leeremos en el Evangelio) nos enseña a sofocar” las fuerzas de las pasiones que nos conducen al pecado.

* Y en tercer lugar nos advierte que con esta actitud de penitencia celebraremos con sinceridad el misterio de la Pascua de este año y así “podremos pasar un día a la Pascua que no se acaba”, participando de la resurrección de Cristo.

En la antífona de la comunión, después de haber participado del pan de la Eucaristía, la Iglesia nos cita unas palabras de Mateo, que a su vez pertenecen al Deuteronomio:

“No sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”.

Con esto nos quiere enseñar que si es necesario el pan de cada día tenemos que preocuparnos también del pan de nuestros hermanos, especialmente en tiempo de cuaresma. Pero tampoco debemos olvidar la necesidad de recibir el pan de la Eucaristía y leer la Palabra de Dios.

Ambas cosas nos las regala nuestro Padre celestial especialmente en la misa del domingo.

En la primera lectura se nos presentan las mentiras del diablo de ayer y de hoy:

En el paraíso pregunta astutamente y con una auténtica mentira “¿cómo es que os ha dicho Dios que no comáis de ningún árbol del jardín?”.

Con esto ya tiene preparado el terreno tras la respuesta de Eva, para añadir:

“No moriréis. Bien sabe Dios que cuando comáis de él se os abrirán los ojos y seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal”.

En estos días es lo mismo. Nos dicen que el hombre es el único dios. Que lo sabe y lo puede todo…

En estas afirmaciones que oímos aparece la misma mentira de satanás a Eva. 

Precisamente Jesús dirá de satanás: “cuando dice la mentira habla de lo suyo porque es mentiroso y padre de la mentira” (Jn 8,44).

En el salmo responsorial de este primer domingo de cuaresma se nos invita a reconocer nuestra miseria y pobreza, rezando el salmo 50 y repitiendo como estribillo: “misericordia, Señor: ¡hemos pecado!”.

San Pablo nos enseña cómo entró el pecado y cómo Cristo lo destruyó y concluye:

“Si por la desobediencia de uno (Adán), todos se convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno (Jesús) todos se convertirán en justos”.

Tengamos siempre en cuenta cuánto le debemos a Jesús y seamos agradecidos.

Al leer el Evangelio de las tentaciones les invito a fijarse en algunos detalles:

* El tentador emplea la Escritura, como hacen muchas personas hoy también, interpretándolas a su manera. Jesús contesta también con un texto bíblico pero utilizado correctamente.

* El diablo aprovecha para tentarlo, en un momento en que físicamente estaba débil por la penitencia.

* Busca ante todo fomentar la soberbia con engaños similares a los que utilizó con Adán y Eva en el paraíso.

* Vencida la tentación el Padre Dios le envía a los ángeles para que le sirvan.

Jesús, que no podía pecar, nos enseña cómo debemos nosotros superar las tentaciones.

Finalmente, recordemos que la tentación en sí, lejos de ser pecado, se puede convertir en crecimiento espiritual si sabemos vencerla.

Terminemos con estas palabras del Papa Francisco:

“Que este tiempo de cuaresma encuentre a toda la Iglesia dispuesta y solícita a la hora de testimoniar a cuantos viven en la miseria material, moral y espiritual, el mensaje evangélico que resume el anuncio del amor del Padre misericordioso listo para abrazar en Cristo a cada persona”.

No lo olvides: “el Padre misericordioso nos abraza siempre con los brazos de Cristo”.
José Ignacio Alemany Grau, obispo