20 de diciembre de 2013

IV Domingo de Adviento, Ciclo A

VENDRÁ EL QUE YA ESTÁ CON NOSOTROS
Frecuentemente encontramos en nuestra fe cosas que parecen contradictorias y sin embargo son así. Por ejemplo, sabemos que Cristo vino y vendrá. Viene y vendrá de muchas maneras.

Es el ingenio y creatividad del Dios bueno que ama la novedad y nos la quiere compartir.

Así, en estos días vamos a oír muchas veces: “Ven, Señor Jesús” y también oiremos: “Emmanuel”; es decir, el “Dios-con-nosotros”. Dios viene y ya está con nosotros.

La primera lectura de hoy es del profeta Miqueas. Nos habla de la pequeña Belén “una pequeña entre las aldeas de Judá”.

El motivo es en realidad el de siempre: que Dios aparece tanto más grande cuanto más pequeña y débil es nuestra humanidad.

De Belén “saldrá el jefe de Israel… Él pastoreará con la fuerza del Señor, por el nombre glorioso del Señor”. 

No hay duda de que una de las cosas que más añora la humanidad es siempre la paz y la justicia auténticas.

Si nos fijamos, veremos cómo los salmos son un continuo suspiro de la humanidad pidiendo insistentemente ambas cosas al Señor.

Pues bien, este jefe de Israel cumplirá el deseo de su pueblo porque “éste será nuestra paz”, el “Príncipe de la Paz”.

De esta manera el profeta nos presenta al Mesías prometido.

El salmo responsorial nos habla de este Pastor de Israel y nos invita a repetir: 

“Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve. 

Pastor de Israel escucha, tú que te sientas sobre querubines, resplandece. 

Despierta tu poder y ven a salvarnos”.

La carta a los Hebreos nos presenta a Jesucristo entrando en este mundo y hablando con su Padre. Le dice: “Tú no quieres sacrificios ni ofrendas” y es que en realidad todas las ofrendas que ofrecían los hombres no tenían ningún valor para desagraviar al Infinito, a Dios.

Jesús, por su parte, aclara que su Padre le ha preparado un cuerpo y está seguro de que desde la limitación humana que Él asume, podrá ofrecer al Padre un sacrificio de expiación en nombre de toda la humanidad y, una vez encarnado, adoptó la actitud de la víctima perfecta: 

“Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad”.

La aceptación por parte de Cristo, de un cuerpo semejante al nuestro, se convierte en nuestra purificación y salvación: “todos quedamos santificados por la oblación del Cuerpo de Jesucristo hecha de una vez para siempre”.

Hay algo muy hermoso, en lo que quizá no hemos reparado, pero la liturgia de hoy nos lo quiere señalar expresamente.

Junto al sí de Cristo, a su aceptación para hacer la voluntad del Padre, está el sí de María que en el verso aleluyático nos dice: “Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu Palabra”.

¡Qué buena oportunidad para que nosotros también repitamos nuestro sí y podemos hacerlo con las palabras que Jesús nos enseñó: “Hágase tu voluntad”.

El Evangelio nos acerca al nacimiento de Jesús, recordándonos el encuentro de las dos primas, María e Isabel. María saluda a Isabel y ella siente la alegría de su hijo, que ya tiene cerca de siete meses, saltando en su vientre.

En ese momento maravilloso, Isabel glorifica a Santa María con esta doble bendición:

“Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”.

Después Isabel, recordando la falta de fe de su esposo que estaba mudo en esos momentos, le dice a su prima: “Dichosa tú que has creído porque lo que ha dicho el Señor se cumplirá”.

De esta manera la Iglesia nos está preparando para la Navidad que se acerca.

Por mi parte, les invito a todos ustedes a que, sin olvidar que la alegría externa es buena y que es un signo del gozo de Dios que llevamos dentro, nos preocupemos ante todo del gran misterio que Dios nos ha revelado.

Jesucristo, verdadero Dios como el Padre y verdadero hombre con cuerpo y alma como nosotros, ha hecho la obra más maravillosa que ninguna criatura pudo imaginar.

Dios se hace pequeño, Dios se hace criatura para que nosotros podamos tener contacto con la Divinidad y, mediante la gracia que Él nos merece, podamos confiar en una eternidad feliz, gozando de nuestro Creador.

Esto nos da a entender que la Navidad tiene que ser, ante todo, un inmenso ¡Gracias!, que suba de la tierra al cielo.

Gracias a ese maravilloso Dios que quiso hacerse pequeño, para hacernos grandes.

Por otra parte, aprovechemos estos días para purificarnos y acercarnos, por medio de Cristo, al Padre Dios que nos ama en el cariño del Espíritu Santo.

Y aprovechemos también para entender en qué consiste el verdadero amor al prójimo.
José Ignacio Alemany Grau, obispo