27 de agosto de 2013

XXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

LAS SORPRESAS DE DIOS

El Evangelio de hoy no tiene pérdida.

San Lucas nos presenta a Jesús “camino a Jerusalén”.

Sabemos lo que esto significa. Era un camino sin vuelta desde su querida Galilea hacia la capital donde sabía que iba a terminar la vida crucificado.

Recorría ciudades y aldeas enseñando. La vida misionera de Jesús fue siempre así: transmitir el mensaje del Padre.

Y Él fue fiel hasta el final. Ya nos había dicho que, precisamente, su alimento era hacer esa voluntad paterna.

Por el camino se le acerca uno y le pregunta a Jesús: 

“Señor, ¿serán pocos los que se salven?”.

Desde luego que la pregunta no era la más optimista.

De todas formas sabemos que había grupos judíos para quienes ésta era una pregunta que hacían siempre.

Hoy nos hacemos esta misma pregunta, aunque la presentamos de una manera más optimista: ¿son muchos los que se salvan? 

En realidad Jesús no respondió, sino que más bien dio un consejo más práctico: ¡Hay que pelearla! 

He aquí sus palabras: “Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta os quedaréis fuera”.

Está claro lo que Jesús quiere decirnos: ahora está abierta la puerta. Aprovechen. Hay que entrar a tiempo, antes de que el Señor cierre y no quede posibilidad de entrar.

También podemos entender que aquí Jesús nos advierte que, cuando se trata de cosas tan importantes como la salvación, ni hay varas ni padrinos. Nuestra misma conciencia será la que nos acuse o nos declarará limpios.

Por eso Jesucristo advierte: “llamaréis a la puerta diciendo con desesperación: ¡Seños, ábrenos!”

La respuesta es impresionante: “¡No sé quiénes sois!”

Y entonces vendrá una letanía de explicaciones que nos han servido muchas veces en este mundo: “Hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas”… Yo rezaba el rosario (por compasión), iba a misa (para que me vieran), daba limosnas (para salir en la foto y quedándome con una buena tajada)… He comido y bebido tu Eucaristía. He predicado para cumplir y quedar bien (y posiblemente para recibir un buen donativo….)

“¡No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados”.

¿Crees que podrás comprar a Dios como compraste a los hombres, a los jueces, a los maestros, a los administradores…?

Y Jesús termina diciéndonos cómo sentirán una terrible envidia al ver a los patriarcas tan queridos por el pueblo de Dios y a tanta gente que viene de oriente y de occidente, como nos dice hoy Isaías: “Vendrán de Tarsis… de las costas lejanas que nunca oyeron mi fama ni vieron mi gloria y anunciarán mi gloria a las naciones y de todas los países con ofrendas al Señor y… traerán a todos mis hermanos a caballo y en carros y en literas, en mulos y dromedarios hasta mi monte santo de Jerusalén”. Multitudes con ofrendas sinceras para Dios y serán acogidos por Él.

Estos que vendrán serán los que canta el salmo más corto y bello de todos, el que leemos hoy: 

“Alabad al Señor todas las naciones, aclamadlo todos los pueblos. Firme es su misericordia con nosotros, su fidelidad dura por siempre”.

Todos alabarán al Señor menos “los orgullosos y creídos”.

Y a todos los envía a evangelizar según la antífona que repetimos en este breve salmo: 

“Id al mundo entero y proclamad el Evangelio”.

La Carta a los Hebreos nos advierte que Dios, de una manera muy paternal, nos corrige para que vayamos preparándonos para el gran encuentro con Él: 
“Hijo mío, no rechaces la corrección del Señor, no te enfades por su reprensión; porque el Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos”.

Qué importante es aceptar la corrección. El padre que ama corrige. El padre a quien no le importa su hijo no corrige. Es que la corrección es signo de amor. ¿Sabes aprovecharla?

En realidad “ninguna corrección nos gusta cuando la recibimos, sino que nos duele; pero después de pasar por ella nos da el fruto: una vida honrada y en paz”.

Aprovechemos, pues, las correcciones que Dios nos envía. No nos importe cómo nos lleguen o de dónde vengan. Esto nos ayudará a entrar por la puerta de la humildad al Reino.

José Ignacio Alemany Grau, obispo