11 de julio de 2013

XV Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo C

JESÚS, EL BUEN SAMARITANO

El evangelio de hoy nos cuenta más o menos esto:

Jesús bajó del cielo a la tierra. Venía feliz a demostrar el amor infinito que Dios nos tiene.

Pero cuando llegó, los hombres lo agarraron, lo molieron a palos, lo coronaron de espinas y lo dejaron agonizando entre el cielo y la tierra.

La gente pasaba junto a Él. 

Unos se burlaban.

Otros se reían de Él.

Unas mujeres lloraban desesperadamente.

Murió aquel hombre y Dios, con su mano omnipotente, lo devolvió a la vida para alegría y triunfo de Él mismo y salvación de todos.

Fácilmente entenderás que Dios nos ha dado un precepto y quien mejor lo ha cumplido es Jesucristo:

“Amarás al prójimo como a ti mismo”.

Claro que Jesús superó el antiguo mandamiento dando la vida por el prójimo. Por eso nos pudo decir “no hay amor más grande que dar la vida… ámense como yo los he amado”.

Creo que ahora entenderás mejor la sencilla parábola con la que Jesús explica al maestro de la ley que el prójimo es el que está más cerca de ti; no importa que lo conozcas o no, que sea de tu raza o de otra:

“Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de los bandidos que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon dejándolo medio muerto”.

Por allí pasaron un sacerdote, un levita, gente que iba de camino hasta que llegó un samaritano, tuvo lástima, lo curó, lo llevó a la posada, pagó y todavía añadió al posadero: 
“Cuida de él y lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta”.

Me imagino que ahora te das cuenta también de otra cosa. Que Jesús fue el molido a palos y fue también el samaritano “que tuvo lástima… se le acercó, le vendó las heridas”, etc.

Nos curó con sus heridas, con su sangre nos lavó de nuestros pecados y se ofreció al Padre para salvarnos a cada uno y a todos.

Luego subió al cielo para enseñarnos el camino y para prepararnos un lugar, porque dijo:

“En la casa de mi Padre hay sitio para todos”.

Más aún, para que no nos perdamos en el camino, nos dejó dos denarios con los que podremos llegar a la tierra prometida: son la Eucaristía y su Palabra, la Sagrada Escritura, que nos conduce a Dios.

¿Y quién es este Jesús maravilloso que para nosotros es el único salvador que sacrificó su vida humana para salvarnos y respaldó su entrega con la divinidad ya que este hombre es Dios al mismo tiempo?

San Pablo, hoy, lo exalta con estas palabras:

“Cristo Jesús es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de Él fueron creadas todas las cosas… Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia… es el primero en todo”.

Este es Jesús, el de la máxima caridad para con todos nosotros. Y todos debemos aprender de Él.

Él, como nadie, cumplió el mandamiento del amor del Antiguo testamento y lo llevó a su plenitud, enseñándonos a guardar todos los preceptos y mandatos, pero como dijo Jesús mismo, guardarlos por amor:

“El que me ama guardará mis mandamientos”.

El salmo responsorial nos hace ver que cada uno somos como “un pobre malherido”, siempre necesitado de misericordia y nos invita a pedir: “Dios mío, tu salvación me levante”.

Por otra parte, el mismo salmo nos anima: 
“Miradlo, los humildes, y alegraos, buscad al Señor y revivirá vuestro corazón. Que el Señor escucha a sus pobres y no desprecia a sus cautivos”.

Finalmente, vemos que de muchas maneras en este día, se nos repite que guardemos con amor la Palabra de Dios, “palabras que son espíritu y vida” y que debemos llevarlas siempre “en tu corazón y en tu boca”.

José Ignacio Alemany Grau, obispo