4 de abril de 2013

II Domingo de Pascua, Ciclo C

LA FE EN LA DIVINA MISERICORDIA 

Desde hace unos años la Iglesia celebra en este domingo al Señor de la Divina Misericordia. 

A ello invita también la oración colecta, es decir la oración más importante del día, que comienza con estas palabras: 

“Dios de misericordia infinita que reanimas la fe de tu pueblo con el retorno de las fiestas pascuales…” 

Juan Pablo II fue el que de una manera muy especial insistió en este título tan importante que Dios se ha dado a sí mismo, “rico en misericordia”. 

El Papa Francisco nos ha recalcado insistentemente esta verdad de fe, el pasado miércoles: “Dios piensa siempre con misericordia: no olviden esto. Dios piensa siempre con misericordia: ¡Es el Padre misericordioso! Dios piensa como el padre que espera el regreso de su hijo… Dios piensa como el samaritano que no pasa de largo… Dios piensa como el pastor que da su vida para defender y salvar a las ovejas”. 

Reavivemos hoy la fe en la Divina Misericordia de Dios Padre, que nos entregó a su Hijo, para que con su muerte y resurrección salvara el mundo. 

Las lecturas de hoy se centran precisamente en la fe que pedimos a Dios misericordioso en la oración colecta. 

Es el día de Pascua. Los discípulos están escondidos en el cenáculo por miedo a que los judíos los persigan y terminen con ellos como terminaron con su Maestro. En ese clima de miedo y tensión todo estaba cerrado y Jesús penetra en el salón. “Ellos aterrorizados y llenos de miedo creían ver un espíritu”. 

Jesús los saludó con estas palabras: “Paz a vosotros”. 

Al reconocerlo “se llenaron de alegría al ver al Señor”. 

Comienzan entonces los regalos de Jesús resucitado. El primer regalo es hacerlos definitivamente sus misioneros: “Como el Padre me ha enviado así también os envío yo”. Confía su propia misión a los apóstoles. 

Para que tengan la fortaleza y eficacia que necesitan, añade exhalando su aliento sobre ellos: 

“Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos”. 

Aquel día no estaba Tomás y cuando se lo contaron se hizo el valiente: 

“Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos, si no meto la mano en su costado, no lo creo”. 

Pero Jesús estaba dispuesto a recoger todo su rebaño y vuelve a los ocho días. Repite su saludo deseando la paz, llama a Tomás y le da la respuesta tal como la había pedido: 

“Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo sino creyente”. 

No sabemos cómo reaccionó Tomás, pero sí conocemos el acto de fe que hizo en aquel momento: 

“Señor mío y Dios mío”. 

Reconoce que tiene delante a Jesús resucitado y que ese Jesús es Dios. 

La verdad es que nosotros necesitábamos las dudas de Tomás, para fortalecer nuestra fe y además necesitábamos su hermoso acto de fe para repetirlo frecuentemente, sobre todo en la santa Misa, después de la consagración. 

Pero lo más consolador de aquel momento, para todos nosotros, son las palabras de Jesús: 

“¿Porque has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”. 

Dichosos nosotros que creemos y amamos a Jesús sin haberlo visto. 

La primera lectura de hoy nos advierte cómo llegó a asimilar la fe la primera comunidad cristiana repitiendo los prodigios que había hecho Jesús hasta el punto de que “la gente sacaba los enfermos a la calle, y los ponía en catres y camillas para que, al pasar Pedro, su sombra, por lo menos, cayera sobre alguno”. 

Incluso “mucha gente de los alrededores acudía a Jerusalén, llevando a enfermos y poseídos del espíritu inmundo, y todos se curaban”. 

Ése era el fruto de la fe profunda que tenían los primeros cristianos. 

Por su parte el Apocalipsis nos presenta a Juan, desterrado en la isla de Patmos por su fe, que se prepara a recibir los mensajes que le va a confiar Jesús, eternamente joven. El Señor comenzó así dando testimonio de su propia resurrección: 

“No temas, yo soy el primero y el último, yo soy el que Vive. Estaba muerto y ya ves, vivo por los siglos”. 

Ante tantos prodigios producidos por el triunfo de Jesús resucitado, no nos queda más que repetir con el salmo responsorial: “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia”. 

Sí. “Que diga la casa de Israel”, que diga la casa de Manuel y Antonia, la casa de Felipe y Juliana… “eterna es su misericordia”. 

José Ignacio Alemany Grau, obispo