26 de abril de 2012

IV Domingo de Pascua

YO SOY EL BUEN PASTOR 

Casi todos los días, cuando voy caminando de la casa a la Radio, me llama la atención un hombrecito que dice a todo el que pasa: “¡Catorce curitas por un sol!”. 

Pueden creerme; mi mente vuela de inmediato a todos los obispos que tienen seminario con muy pocos seminaristas y pienso que sería fabuloso para ellos el poder conseguir, tan rápidamente, catorce padrecitos para su diócesis. Y más todavía si fuera a tan bajo costo. 

A este domingo se le llama el domingo del Buen Pastor. 

Tampoco Jesucristo consiguió muy rápidamente catorce “curitas”. Primero porque sólo le salieron doce apóstoles y segundo porque el formarlos le costó bastante. 

Yo ante todo quiero resaltar en este domingo que sólo hay un Buen Pastor y que ese Pastor es el “Yo soy”. 

Esto quiere decir que solamente el “Yo soy” es el dueño del rebaño. Es decir Jesucristo. 

En la práctica hay dos problemas: 

Uno, que los sacerdotes digan “mi parroquia”, “mis fieles”, “mi comunidad”… y peor todavía, que se lo puedan creer… Y por otra parte también muchos fieles dicen “mi párroco”… y se apegan a él como si fuera su pastor… y ¡pobre obispo si se lo cambian! 

No es ésta la enseñanza que da precisamente Jesucristo. Ante todo y con exclusividad nos dice “Yo soy el Buen Pastor”. 

La frase es clara y absoluta y, por si acaso, advierte que: “El Buen Pastor da la vida por las ovejas”. 

Y no sólo da la vida por ellas, sino que, para que no haya peligro de confusión, afirma: 

“Yo conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre…”. 

Pero todavía Jesús hace más amplia su posesión: 

“Tengo además otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo Pastor”. 

Después de leer atentamente todo esto nos deben quedar muy claras dos cosas: Jesús es el único y Buen Pastor y segundo, todas las ovejas le pertenecen, incluso las que aún no están en su rebaño. 

La enseñanza concreta para nosotros, por consiguiente, es muy amplia: 

* Tenemos al mejor Pastor. 

* Le pertenecemos y conocemos su voz. 

* Cuando otro quiera adueñarse de nosotros hemos de pensar que es un asalariado y no el Buen Pastor. 

De muchas maneras se ha querido marginar al Buen Pastor a través de la historia de la salvación. 

El salmo responsorial nos enseña esto con una comparación “la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular”. 

Esto es lo mismo que decir: los que rechazaron al Buen Pastor han perdido, porque “el Señor ha hecho un milagro patente”, colocar a Cristo como único Señor. 

Por su parte, San Pablo, nos presenta a Dios como único Padre que nos ha amado y con qué amor, ya que nos llama sus hijos y ¡lo somos! 

Sabemos perfectamente que Jesús, Verbo de Dios, es uno con el Padre y el Espíritu Santo, y por consiguiente la piedra angular. 

También San Pedro, en su discurso kerygmático que hoy leemos, nos repite: “Jesús es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, que se ha convertido en piedra angular; ningún otro puede salvar; bajo el cielo no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos”. 

De estas reflexiones brota claramente una conclusión: 

Sólo Jesucristo es el dueño de su Iglesia y de todas las ovejas que puedan acercarse a Él. 

Y que cada uno de nosotros debemos ser agradecidos al que dio la vida por nosotros y no permitir que ninguno, ni sacerdote, ni diácono, ni párroco, ni obispo, sean los dueños de nuestro corazón porque eso sería traicionar a Jesús, el único Buen Pastor, que ha dado la vida por nosotros. 

Y si todo está en orden en nuestro corazón, seremos los mejores colaboradores de los que representan a Cristo. Pero eso sí, representan a Cristo; no son Cristo. 

Terminemos pidiendo a Dios que nos dé muchos pastores, según el corazón del Buen Pastor, “para que así el débil rebaño de tu Hijo tenga parte en la admirable victoria de su Pastor”.

20 de abril de 2012

III Domingo de Pascua


EL RESUCITADO Y LA CONVERSIÓN
Duccio di Buoninsegna, La Maestà (Detalle),
Museo dell’Opera del Duomo de Siena

Es claro que todo el plan de Dios tiene una finalidad que es la conversión de todos los seres humanos, para que puedan llegar a la felicidad que Dios ha prometido.
En este domingo la Iglesia nos invita a pensar que si, verdaderamente hemos resucitado con Cristo, debemos transformarnos, como fruto de su gran sacrificio por nosotros.
Yo no sé si ustedes han leído muchas veces los discursos de San Pedro. Por cierto que se llaman kerygmáticos por la valentía que tiene el apóstol, que era tan débil antes de que viniera el Espíritu Santo.
El distintivo de estos discursos, es que Pedro habla sin rodeos.
En el párrafo, que hoy comentamos, les dice: “Dios… ha glorificado a su siervo Jesús, al que vosotros entregasteis y rechazasteis ante Pilato, cuando había decidido soltarlo.
Rechazasteis al Santo, al Justo; y pedisteis el indulto de un asesino; matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos”.
¡Con qué fuerza y valentía habla Pedro!
Pero también es cierto que mataron a Cristo por ignorancia, añade el apóstol.
A pesar de todo, Dios aprovecha esta actitud tan injusta, para cumplir la promesa de redención.
Es el mismo Pedro el que saca la conclusión de cuál debía ser la actitud de los que así actuaron y ahora le están escuchando:
“Por tanto, arrepentíos y convertíos para que se borren vuestros pecados”.
El salmo responsorial, a su vez, pone en nuestros labios estas palabras de conversión:
“Escúchame cuando te invoco, Dios, defensor mío… ten piedad de mí y escucha mi oración”.
El fruto de esta conversión es la conciencia libre y tranquila, en la cual el salmista nos invita a vivir en la paz de Dios:
“En paz me acuesto y en seguida me duermo, porque tú sólo, Señor, me haces vivir tranquilo”.
Por su parte, el apóstol y evangelista San Juan, nos escribe “para que no pequéis”. Esto es lo más importante, evidentemente. Pero, continúa, “si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre; a Jesucristo, el Justo.
Él es víctima de propiciación por nuestros pecados… y por los del mundo entero”.
De todas formas el mismo apóstol nos advierte que lo importante es guardar los mandamientos del Señor.
Si los guardamos, “el amor de Dios habrá llegado a su plenitud en nosotros”.
El verso aleluyático es una hermosa oración para evitar el pecado y seguir a Jesús: “Señor, explícanos las Escrituras; haz que arda nuestro corazón mientras nos hablas”.
Y es que es imposible escuchar a Dios, entenderlo, y vivir de espaldas a Él.
En el Evangelio, por su parte, San Lucas, continuando el relato de los de Emaús, nos lleva a los comentarios que había entre todos, con motivo de las apariciones a Pedro, a los de Emaús, etc. De repente se presenta Jesús en medio de ellos con su saludo pascual: “Paz a vosotros”.
Entre miedo y sorpresa, los apóstoles, atónitos, creen ver un fantasma. Pero Jesús les aclara su presencia e incluso come con ellos.
Finalmente, Él mismo les explica que todo lo que había sucedido en los últimos días estaba previsto en las profecías y tenía que cumplirse.
Y les revela también el porqué de todo:
“Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén”.
Está claro, pues, que la pasión y muerte de Cristo tenía una finalidad muy concreta: poder dar el perdón de Dios a los hombres.
Quisiera terminar, resaltando un versículo del Evangelio de hoy:
“Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras”.
Les invito a pedir esto con mucha confianza y amor al Señor Jesús. Que Él nos dé su Espíritu Santo y nos abra la inteligencia para poder entender y vivir la Palabra de Dios.

12 de abril de 2012

II Domingo de Pascua

DICHOSOS LOS QUE CREEMOS SIN HABER VISTO

Algunos llaman a Santo Tomás “Tomás el feo”.
Puede ser por dos motivos: uno, porque lo confunden con Santiago el de Alfeo y otro porque no creyó a los otros apóstoles habían visto a Jesús resucitado.
Sin embargo, es muy cierto que a nadie se le ocurre creer en la resurrección de uno,  muerto de verdad. Más bien suelen decir: “y bien muertito que estaba”.
Los fariseos le dijeron a Pilato apenas enterraron a Jesús:
Nos acordamos que cuando vivía aquel impostor (con ese nombre) dijo que resucitaría al tercer día. Hay que sellar el sepulcro y poner guardias para evitar que vengan los discípulos, roben el cadáver y digan después que ha resucitado de entre los muertos. Entonces el engaño sería peor.
Sin embargo, ellos mismos ayudaron para que el milagro fuera más conocido. Así suele suceder con Satanás y sus secuaces: cuando quieren apagar la luz de Dios no hacen más que atizar el fuego que ilumina.
Pilato les concedió lo que pedían, sellaron el sepulcro y quedaron los guardias custodiándolo.
Tampoco a Tomás se le ocurrió que fuera tan fácil que Cristo hubiera resucitado.
Él fue uno de tantos que repiten, más o menos, esa expresión popular: “ver para creer”.
Por eso se hizo el valiente y afirmó ante todos los discípulos que mientras no viera y tocara al Señor resucitado no creería.
Pero como lo de Jesús iba de veras, fue Él mismo quien se hizo presente, lo llamó y le invitó a tocar sus llagas y a revivir la fe.
Tomás, temblando de emoción, cayó al suelo e hizo una de las profesiones de fe más hermosas que conocemos y que repetimos con frecuencia: “Señor mío y Dios mío”.
La última frase de Jesús es, sin duda, una bendición para todos nosotros: “porque has visto, Tomás, has creído. Dichosos los que crean sin haber visto”.
Entre esos benditos, sin duda, estamos nosotros que no hemos visto a Jesús resucitado pero creemos en Él.
Y creemos en su Divina Misericordia.
Y precisamente es en este día, octava de Pascua, cuando la divina providencia ha regalado a la humanidad ese don maravilloso que es la devoción a la Divina Misericordia.
Por lo demás, la misma liturgia de hoy parece que ya estaba providencialmente preparada para recibir esa fiesta en la octava de Pascua.
En efecto, la primera oración (colecta) comienza así:
“Dios de misericordia infinita que reanimas la fe de tu pueblo… para que aprendamos mejor la inestimable riqueza del bautismo que nos ha purificado, del Espíritu que nos ha hecho renacer y de la sangre que nos ha redimido”.
La segunda lectura de San Juan nos recuerda también esta misma verdad: “Éste es el que vino con agua y con sangre. No sólo con agua, sino con agua y con sangre; y el Espíritu es quien da testimonio porque el Espíritu es la verdad”.
El bautismo está reflejado, como sabemos, en el agua que brota del corazón del Señor de la Divina Misericordia y la eucaristía el rojo de su sangre.
El salmo responsorial nos invita a agradecer esto mismo: “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia”.
Por lo demás, la aparición de Jesús a Tomás es evidentemente un rasgo de la misericordia del Buen Pastor que no podía resignarse a perder una de sus ovejas.
Nuestra humanidad tan necesitada de amor y misericordia en medio de un mundo inmisericorde necesita hoy más que nunca de esa bondad del Señor.
Es preciso creer en ella. Vivir consecuentemente, fiándonos de Dios.
Y es preciso que prediquemos a todos que en Dios hay “misericordia abundante.
Para eso es esta fiesta a la que Juan Pablo II dio tanta importancia y Dios le recompensó concediéndole morir en las primeras vísperas.
Para completar, los Hechos de los apóstoles hoy nos dicen que los primeros cristianos vivían de tal manera que tenían “un solo corazón y una sola alma” y todo esto era fruto de la misericordia de Cristo muerto y resucitado que los congregó en torno a su corazón.

José Ignacio Alemany Grau, obispo

4 de abril de 2012

Domingo de Resurrección del Señor, Ciclo B

NUESTRA ALEGRÍA PASCUAL: JESÚS RESUCITADO
Vamos a darnos un paseo a través de la liturgia de la Vigilia y del primer domingo de Pascua:
“Concédenos, Señor, que la celebración de estas fiestas pascuales encienda en nosotros deseos tan santos que podamos llegar con corazón limpio a las fiestas de la luz eterna”.
Con una vela encendida, signo de la fe que tú tienes, has escuchado este pregón:
“Exulten por fin los coros de los ángeles por la victoria de Rey tan poderoso.
Goce también la tierra, inundada de tanta claridad y que, radiante con el fulgor del Rey eterno, se sienta libre de la tiniebla que cubría el orbe entero.
Alégrese también nuestra Madre la Iglesia revestida de luz tan brillante”.
¿Cuál fue el motivo de tanto gozo, antes de amanecer el primer día de la semana que desde la resurrección de Jesús se llamó “domingo”, es decir, “día del Señor”?
“Pasado el sábado, María Magdalena, María la de Santiago y Salomé compraron aromas para ir a embalsamar a Jesús. Y muy temprano, el primer día de la semana  al salir el sol, fueron al sepulcro pensando ¿quién nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro?
Al mirar, vieron que la piedra estaba corrida, a pesar de que era muy grande. Entraron en el sepulcro y vieron a un joven sentado a la derecha, vestido de blanco.
Les dijo: “No os asustéis. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha resucitado. Mirad el sitio donde lo pusieron”.
María Magdalena se escapó corriendo para dar la noticia a los apóstoles: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”.
Juan y Pedro, salieron, corriendo también, al sepulcro y encontraron las vendas en el suelo y el sudario, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte.
Juan llegó, entró, vio y creyó. Fue el primero en dar el sí a la resurrección de Cristo, aún antes de verlo resucitado.
San Pablo nos pide a quienes creemos que la resurrección de Jesús es la certeza de nuestra propia resurrección, una actitud comprometida:
“Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra”.
Hemos de trabajar en este mundo cumpliendo el deber que Dios nos ha dejado: completar la obra de la creación, glorificando con ello a Dios. El don de Dios en el Resucitado es maravilloso. Es una invitación a la esperanza del cielo, pero debemos vivir aquí hasta que Él nos llame, con el corazón en el cielo donde está Cristo, nuestro Señor y Redentor, recordando que  “hemos muerto y nuestra vida está con Cristo escondida en Dios”.
“Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también nosotros apareceremos, juntamente con Él, en gloria”.
Nuestra Madre, la Iglesia, en estos solemnes días de Pascua nos invita, de diversas formas, a glorificar y agradecer al Señor, que no sólo dio la vida por nosotros, sino que además resucitó y su resurrección es la certeza de nuestra propia glorificación y la seguridad de que un día estaremos con Él para siempre:
“Ofrezcan los cristianos ofrendas de alabanza a gloria de la víctima propicia de la Pascua”.
Sí. Ofrezcamos lo mejor de nosotros mismos y pidamos:  
“Rey vencedor, apiádate de la miseria humana y da a tus fieles parte en tu victoria santa”.
Esta Pascua en que revivimos con fe y con alegría la resurrección, no sólo el domingo sino toda una semana, vivámosla como nos enseña San Pablo:
“Celebremos la pascua no con levadura vieja de corrupción y pecado sino con los panes ázimos de la sinceridad y la verdad”.
Esto dará un rumbo nuevo a nuestra vida y nos ayudará a parecernos a Cristo, que ha resucitado para darnos vida eterna.
Repitamos con nuestro salmo responsorial:
“¡Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo!”
Por eso no nos queda más que cantar con el gozo de la liturgia:
“Demos gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia: No he de morir, viviré para contar las hazañas del Señor”.
La obra del Padre es maravillosa. “Es un milagro patente: la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular”.
¡FELIZ PASCUA DE RESURRECCIÓN!