9 de agosto de 2012

XIX Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo B

LEVÁNTATE Y COME

Me encanta el profeta Elías.
Valiente, generoso y al servicio de Dios en medio de un pueblo infiel y descreído.
Algo así como tienen que vivir muchos católicos hoy.
Además, en el caso de Elías, se daba el agravante de que Jezabel, la reina perversa, lo perseguía a muerte.
Pues este hombre, amigo de Dios lo llama la Biblia, un buen día se aburrió de todo y se fue caminos de desierto.
Solo y sin compañía de ninguna clase, ni su criado.
Se iba en busca de Dios, imitando a Moisés, para conocer su voluntad en el monte de la contemplación, el Horeb (Sinaí).
Después de un día de soledad y tristeza abrió su corazón a Dios:
- “Basta, Señor, quítame la vida que yo no valgo más que mis padres.
Se echó bajo la retama y se durmió. De pronto un ángel lo tocó y le dijo:
- ¡Levántate y come!
Miró Elías y vio a su cabecera un pan cocido sobre piedras y un jarro de agua. Comió, bebió y se volvió a echar. Pero el ángel del Señor le volvió a tocar y le dijo:
- ¡Levántate y come!, que el camino es superior a tus fuerzas.
Elías se levantó, comió y bebió, y, con la fuerza de aquel alimento, caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios Horeb”.
Es claro que ese rico pan y agua fresca es símbolo de la Eucaristía de la que hoy nos sigue hablando el capítulo seis de San Juan. En ella tomamos las fuerzas necesarias para caminar del tiempo a la eternidad:
- “Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo para que el hombre coma de él y no muera.
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre.
Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”.
Ese es el gran regalo de Jesús. Él mismo se nos da en comida.
San Pablo nos enseña hoy cuáles son las disposiciones que debemos tener para vivir como hijos de Dios.
Esto vale, sin duda, de manera especial cuando deseamos recibir la Eucaristía:
“No pongáis triste al Espíritu Santo de Dios con que Él os ha marcado para el día de la liberación final”.
Es de advertir que el Espíritu Santo nunca puede estar triste, pero nosotros sentimos pena al ofender a quien nos cuida con tanto amor y esta es la tristeza que proyectamos sobre Él, hablando a lo humano.
San Pablo continúa:
“Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda maldad. Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo”.
La amargura nos daña. No olvidemos que la tristeza es una de las peores tentaciones que nos pone el diablo para dejarnos inactivos.
Por su parte, San Pablo termina hoy con estas palabras:
“Sed imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor”.
Imitar a Dios es verdaderamente la perfección, es precisamente al camino que enseñó Jesús cuando decía de sí mismo (que es verdadero Dios) “aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”.
Esta es la invitación: comulgar, sí, pero debidamente preparados.
Todo esto nos lleva a meditar hoy con gratitud el salmo responsorial:
“Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a Él”.
La mejor forma de “gustar” a Dios es comerlo en la Eucaristía, según la invitación del mismo Jesús en el Evangelio que acabamos de meditar y que recoge el versículo del aleluya:
“Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre”.
Amigo, no seas perezoso ni ingrato, ante el gran regalo de Jesús en la Eucaristía, sobre todo los domingos:
“¡Levántate y come!”.

José Ignacio Alemany Grau, obispo