7 de junio de 2012

SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO (CORPUS CHRISTI)

El misterio pascual que hemos celebrado últimamente, durante cincuenta días, tiene tanta profundidad que la sagrada liturgia ha sacado algunos momentos más importantes de ella para que el pueblo de Dios los contemple y profundice. 

Esto sucede de manera especial con el misterio eucarístico. 

Sabemos muy bien que el día de jueves santo la Iglesia celebra a Cristo sacerdote, la institución de la Eucaristía y la institución del sacerdocio como ministerio, dentro de la Iglesia. 

Pero el ambiente de aquellos días buscaba revivir los sentimientos dolorosos de la pasión y muerte de Cristo. 

De esta manera el día de jueves santo, terminada la Eucaristía, pasamos a meditar la oración del huerto y la muerte de Jesús en el Calvario, antes de veinticuatro horas. 

Por eso hoy, una semana después de la Santísima Trinidad, la Iglesia nos invita a celebrar una gran fiesta. Se trata de la Eucaristía, el gran regalo de Jesucristo que sustenta día a día y da vida a la Iglesia de Jesús. 

En este día, en muchas ciudades del Perú (por ejemplo en Lima) hay concurso de alfombras florales, por encima de las cuales pasará el Santísimo Sacramento bendiciendo las multitudes que se congregan en torno a Él; y sobre todo la Santa Misa que se celebra como una fiesta muy solemne y concurrida. 

¿Y qué celebramos nosotros en la liturgia de hoy? 

Siempre que la Santa Misa tenga un prefacio especial, acude a él y encontrarás los detalles más importantes del día. 

El de hoy nos enseña: 

Jesús “en la última cena con los apóstoles, para perpetuar su pasión salvadora, se entregó a sí mismo como cordero inmaculado y Eucaristía perfecta. Con este sacramento alimentas y santificas a tus fieles para que una misma fe ilumine y un mismo amor congregue a todos los hombres que habitan un mismo mundo… 

Al instituir el sacrificio de la eterna alianza, Jesús se ofreció a sí mismo como víctima de salvación y nos mandó perpetuar esta ofrenda en conmemoración suya. Su carne, inmolada por nosotros, es alimento que nos fortalece; su sangre derramada por nosotros, es bebida que nos purifica”. 

Después de meditar estas palabras que presentan tan maravilloso misterio, ¿qué nos queda a nosotros? 

El salmo responsorial nos ayuda: 

“¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? 

Alzaré la copa de la salvación invocando su nombre”. 

Es lo que hace el sacerdote en el momento más importante. Alzando la copa, dice: “ésta es mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna que será derramada por vosotros…” 

La sangre de los animales en el Antiguo Testamento era sólo un rito expiatorio y externo que Dios aceptaba en su bondad. 

Pero desde que Cristo derramó su sangre, el sacrificio es perfecto y la expiación total. 

La carta a los Hebreos nos enseña hoy: 

“Si la sangre de machos cabríos y de toros y el rociar con las cenizas de una becerra tienen el poder de consagrar a los profanos, devolviéndoles la pureza externa, cuánto más la sangre de Cristo, que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha, podrá purificar nuestra conciencia de las obras muertas, llevándonos al culto del Dios vivo”. 

Vamos ahora al cenáculo. Es impresionante. 

Jesús toma el pan y lo parte mientras dice “esto es mi cuerpo”. 

Más tarde toma la copa y dice “ésta es mi sangre”. 

Posiblemente los apóstoles no entendieron nada, hasta que el Espíritu Santo los “llevó al conocimiento de toda la verdad”. 

Ellos, a partir de Pentecostés, comenzaron a celebrar la “fracción del pan”, cumpliendo el mandato de Jesús “hagan esto en memoria mía”. 

La Eucaristía es memorial y presencia. 

Lo mismo que sucedió entonces se hace presente hoy en los sacramentos. 

Ése fue el tesoro de Jesús, no la cena pascual del cordero que hacían los judíos en la Pascua, sino lo que hizo Él mismo “durante la cena”: 

Nos entregó su cuerpo y su sangre adelantando misteriosamente lo que aconteció al día siguiente en el Calvario. Misterio de amor que hoy adoramos: “Dios está aquí, venid adoradores, adoremos”.