3 de noviembre de 2011

XXXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A


Reflexión dominical 06.11.11

EL MIEDO A LA MUERTE

Ya sabemos que la sociedad de hoy no quiere saber nada de la muerte. Hasta han inventado la cremación de los cadáveres para evitar su recuerdo.
De todas formas hay, en general, dos maneras distintas de pensar sobre la muerte personal, es decir, la de cada uno de nosotros, que sabemos que es inevitable.
Para unos viene a ser algo con lo que termina todo.
Para otros es más bien algo que comienza, como si a una persona le abrieran la puerta definitiva por la que durante años ansió entrar.
El salmo responsorial de este día nos da la clave cristiana de la actitud que debemos tener frente a la muerte:
“Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío”.
Con este estribillo va toda la belleza del salmo 62:
“Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua”.
Esto mismo era lo que Santa Teresa de Jesús cantaba con otras palabras:
“Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no muero”.
En efecto. Para los santos la muerte es principio de vida. Es el encuentro de la criatura con el Creador, del hijo con su Padre.
La primera lectura nos habla de la Sabiduría de Dios que produce en el hombre un ansia grande de conocerla y estar con ella para siempre.
Esta sabiduría “va de un lado a otro buscando a los que la merecen y los aborda benigna por los caminos y les sale al paso en cada pensamiento”.
Así nos presenta al Señor que nos busca siempre.
Por su parte, San Pablo, escribiendo a los Tesalonicenses nos dice claramente que no quiere que ignoremos la suerte de los difuntos que se nos ha revelado por la fe, para que no nos aflijamos y desesperemos como  los hombres que no tienen esperanza.
Y, ¿en qué consiste esta esperanza?
“Si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, del mismo modo tenemos que creer que a los que han muerto, Dios, por medio de Jesús los llevará con Él”.
Por este mismo motivo San Pablo anima a los Tesalonicenses y a cada uno de nosotros, que frente a la muerte, reaccionemos con esta virtud teologal de la esperanza y nos consolemos, unos a otros, con estas palabras:
“Estaremos siempre con el Señor”.
Para que esto se realice el Evangelio nos enseña la virtud tan importante de la vigilancia, es decir, estar siempre preparado para salir al encuentro de Dios.
Se trata de una parábola. Diez jóvenes con su belleza y sus lámparas, deben acompañar al esposo el día de la boda. Las de esta parábola, en concreto, eran cinco vigilantes y previsoras y las otras cinco eran necias y descuidadas.                    
Resulta que el esposo tardaba y se durmieron todas. “A medianoche se oyó una voz: ¡que llega el esposo, salid a recibirlo”. A unas la llamada las llena de gozo, alistan sus lámparas y salen a la fiesta. Las otras, al contrario, se llenan de angustia y mendigan a las prudentes un poco de aceite. Ellas se lo niegan “por si acaso no hay bastante para ustedes y nosotras mejor es que vayan a la tienda y lo compren”.
En ese momento llega el esposo, se cierra la puerta y comienza la fiesta.
Más tarde llegaron las otras y golpearon la puerta gritando: “¡Señor, ábrenos!”.
La voz del esposo, sin duda molesto porque lo habían dejado mal ante los invitados, las rechazó: “¡ni las conozco!”.
La conclusión lógica nos la da Jesús y es muy clara.
Es preciso que tengamos la virtud de la vigilancia indispensable para estar listos el día y la hora en que venga el Señor.
La razón es simple y nos la da San Mateo en el capítulo anterior: “Estén en vela y preparados porque a la hora que menos piensen vendrá el Hijo del hombre”.
Es claro que estas mismas palabras son distintas para quien ama al Señor y para quien no lo ama.
Sabemos, en efecto, que cuando le dicen a uno que le llama su amado, se llena de gozo. Cuando no lo ama y lo teme, se llenará más bien de temor.
Esto debe ser nuestra actitud frente a la muerte: estar siempre preparados para que cuando nos llame Jesús podamos salir felices a su encuentro.

José Ignacio Alemany Grau, obispo