11 de agosto de 2011

XX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A

EL CORAZÓN UNIVERSAL DE LA REDENCIÓN

“Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben”.
En este día la Iglesia nos muestra el corazón de Dios en el que cabe la humanidad entera, porque a todos los llama el Señor y a todos los ha redimido.
En la primera lectura el Trito-Isaías (es decir el tercer personaje que ha escrito el libro de Isaías), lleno de optimismo por el regreso de Israel a su patria, amplía el horizonte de su pueblo dándole a conocer que Dios acoge junto con ellos a todos los extranjeros que se les han unido y están dispuestos a honrar el nombre del Señor.
A todos éstos, que guardan el sábado y perseveran en la alianza, el Señor les ofrece la alegría, acepta sus sacrificios y les abre su templo que se convierta así en la casa de oración a la que están llamados todos los pueblos.
Por su parte, San Pablo en la carta a los romanos, les explica que, aunque los gentiles han sido también llamados por Dios, no deben pensar por eso que el pueblo de Israel ha sido definitivamente marginado por Dios, porque cuando Dios llama, llama para siempre.
Pablo está seguro de que los judíos, rebeldes a la evangelización de Jesucristo como Mesías y Señor, un día alcanzarán misericordia.
Hay un versículo muy especial que nos llena de esperanza a todos y es el que enseña que Dios metió a todos “en la rebeldía para tener misericordia de todos”.
La imagen en realidad es pintoresca: Es algo así como si dijera que nos ha metido a todos en el mismo pecado (y por cierto todos somos pecadores) para tener misericordia de todos.
A pesar del rechazo, triunfará la misericordia.
De esta manera nos mantiene en la humildad y ningún pueblo tendrá derecho a creerse único, privilegiado y sólo él elegido por Dios, como de hecho lo fue Israel en el Antiguo Testamento.
El Evangelio, por su parte, a pesar de la primera impresión que se puede percibir, es de apertura y alabanza para los gentiles; es decir, para los no-judíos.
Recordemos la escena:
Una mujer cananea sale a gritar a Jesús: “Ten compasión de mí, Señor, hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo”.
Interesante cómo es el corazón de las madres porque la cananea pide la compasión para ella aunque la que sufre los embates del demonio es su hija.
Jesús camina sin hacerle caso hasta el punto de que se molestan los discípulos y le dicen a Jesús “atiéndela que viene detrás gritando”.
Jesús, para probar la fe de aquella mujer, y al mismo tiempo también definir su propia misión, les advierte, una vez más, a los apóstoles: “sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel”.
Sus palabras eran como para quitar la esperanza a cualquiera. Pero la mujer, muy inteligentemente, se postra ante Jesús y le dice: “Señor, socórreme”.
Las palabras de Jesucristo en respuesta a la cananea son demasiado fuertes. Incluyen además el término despectivo que utilizaban los israelitas para llamar a los que no eran de su pueblo. Le dice, en efecto:
“No está bien echar a los perros el pan de los hijos”.
A este propósito alguno de los Santos Padres nos advierte que el mismo Dios que probaba la fe de aquella mujer al mismo tiempo la iba fortaleciendo. Por eso, a pesar del rechazo, llena de humildad y con toda la confianza de que es capaz, exclama: “Tienes razón; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”.
La admiración de Jesús por aquella extranjera es grande y aprovecha para alabarla ante los judíos que lo acompañan: “Mujer, qué grande es tu fe. Que se cumpla lo que deseas”.
De esta manera esta siro-fenicia, adelantando uno de los milagros de Jesús antes de su muerte y resurrección, nos deja ver la universalidad de la salvación que trae Jesucristo.
Ahora será bueno que nos preguntemos de qué tamaño es nuestro corazón y si se parece o no al Corazón universal del Redentor:
¿Caben en nuestro corazón todos los hombres sin excepción o más bien tenemos un corazón chiquito en el que únicamente caben los míos, los que yo quiero y los que me quieren a mí?

José Ignacio Alemany Grau, Obispo