22 de abril de 2011

DOMINGO DE RESURRECIÓN, CICLO A

YA TODO CAMBIÓ, ¡ALELUYA!
“Éste es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo”.
Durante ocho días nos repetirá la liturgia estas mismas palabras.
Es que la Iglesia está feliz con el triunfo de Jesús.
No podemos negar que todos nosotros queremos cambio.
Precisamente por eso los políticos prometen cambiar todo cuando suban al poder aunque la triste realidad es que luego suelen cambiar, ¡sí! pero “a peor”.
El cambio verdadero está hecho. Lo realizó Jesús el día de la Pascua:
La muerte cambió en vida, la maldición en bendición, el pecado en gracia.
Por eso, la liturgia repetirá muchas veces, feliz por el cambio realizado para el bien de la humanidad: ¡Aleluya! (que significa “alabanza al Señor”).
La primera lectura de este Domingo de Resurrección nos presenta a Pedro, feliz, dando un testimonio privilegiado en el que llamamos el discurso kerygmático del día de Pentecostés:
“Nosotros somos testigos de todo lo que hizo (Jesucristo) en Judea y Jerusalén. Lo mataron colgándolo de un madero pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que Él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con Él después de la resurrección”.
De este misterio el apóstol saca esta conclusión:
Si creemos en Cristo de verdad, recibiremos “por su nombre, el perdón de los pecados”.
El salmo responsorial nos habla de la glorificación de Cristo. Para ello emplea una comparación tomada de la construcción de un gran castillo:
Los hombres rechazaron a Cristo, como una piedra despreciable para ellos. Pero Dios lo colocó como “piedra angular”, sobre la que debe apoyarse todo el edificio. No hay cobijo salvador sin Cristo.
Por su parte, San Pablo nos da un consejo práctico que debemos tener muy presente, cada día:
El cristiano tiene que esforzarse por cumplir lo mejor posible sus deberes familiares y cívicos… pero al mismo tiempo debe vivir con la esperanza de un respaldo gozoso: la seguridad de una recompensa eterna, fruto de la resurrección:
“Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba no a los de la tierra”.
Para Pablo hay una cosa muy clara que a nosotros posiblemente se nos hace un tanto difícil pero es esencial en el cristianismo: tenemos que morir al mal con Cristo y entonces nuestra vida estará “con Cristo escondida en Dios”.
Evidente que se trata de un misterio cristiano que Pablo concreta así a los romanos:
“Si sufrimos con Él, seremos también con Él glorificados”.
En este domingo, hay además, una “secuencia” muy bella que les invito a leer con calma.
Ahora me limito a transcribir esta estrofa que resume el misterio pascual: Jesús muerto, al resucitar, vence la muerte:
“Lucharon vida y muerte en singular batalla, y muerto el que es la vida, triunfante se levanta”.
El Evangelio de hoy nos presenta la prueba del sepulcro vacío, hecho histórico que asegura la resurrección de Jesús.
Del sepulcro sellado y bien custodiado, huyeron los soldados al ver la piedra rota y el sepulcro vacío.
Poco a poco, aumenta el número de los testigos que comprueban la tumba vacía y las vendas por el suelo: Magdalena, las mujeres, Pedro, Juan…
Más tarde se les aparecerá a todos ellos el Resucitado como Pastor que recoge su rebaño, y cada uno irá creyendo en la resurrección.
Tengamos en cuenta que aquí se encuentran las dos grandes pruebas de la resurrección de Jesús.
El sepulcro vacío y las apariciones a unas personas que, ni en sueños, imaginaron que Jesús podía resucitar, aunque se lo había profetizado varias veces.
Un detalle es el del apóstol San Juan que, sin ver al Resucitado, creyó. Él mismo lo expresa con estas palabras:
“Entró también el otro discípulo… vio y creyó. Pues hasta entonces no había entendido la Escritura: que Él había de resucitar de entre los muertos”.
Juan es el modelo de nuestra fe. Nosotros, sin ver a Cristo, creemos en Él y estamos seguros de que Él es el amor de nuestra vida. De todas formas no olvidemos nunca que creemos en Cristo porque Dios nos ha regalado la fe.
Por eso, con la Iglesia, alabemos a Dios, repitiendo muchas veces:
“Ya todo cambió ¡Aleluya!

José Ignacio Alemany Grau, Obispo